Me encanta el pescado pero lo compro poco, me da pereza. Sin embargo, hay días en los que no me importa hacer media hora (sin exagerar) de cola en una pescadería como ésta y llevarme a casa un par de tesoros.
Le tenía echado el ojo al último jurel que tenían expuesto y cada vez que alguien hacía su pedido (que fueron muchos) cruzaba los dedos para que no lo pidieran. Cuando me tocó lo pedí triunfante y la pescadera me dijo «lo siento, cariño, chicharro no me queda». Con una mezcla de entre pena y resignación le respondí «vaya, como estaba viendo ése ahí, pensaba que por lo menos uno había», ella miró hacia donde le señalé y las dos nos echamos a reir. Me vine a casa con él troceado.
Después le pedí una caballa límpia y entera, la pescadera me dijo que como más le gustaba era abierta y a la plancha. Coincidimos en nuestra segunda forma preferida de prepararla: cocida, aunque yo no le pongo laurel al agua y ella sí.